Siempre que pienso en Venecia (en la verdadera Venecia, no en aquella asediada por los turistas) me acuerdo de la película "Pane e tulipani". En la película la protagonista es abandonada en un área de servicio y decide darse un tiempo en Venecia, ganándose la vida en una ciudad que no conoce, no la pertenece y viviendo al día.
A veces como los tulipanes de la propia película se pasa nuestro tiempo, nos quedamos sin pétalos que nos mantengan en el jarrón y entonces es el momento de tomar una decisión. Es paradójico como Venecia tiene algo en común con esos tulipanes, como ellos tiene sus cimientos en el agua, sobre troncos de plantas cortados y exhibe una belleza efímera que atrae a quien se interesa por esa belleza.
La última vez que estuve en Venecia vi la parte fea de la ciudad y la parte fea del turismo, la que para limitar el turismo de masas lo concentra en determinadas fechas, y la actitud del propio turista cuyo único interés es ver, ver, ver y ver a pesar de no entender lo que está viendo. Por fortuna también encontré un estudiante de arquitectura que para entender mejor lo que veía se dedicó a dibujar la Plaza de San Marcos, o tuve la suerte de localizar un parquecito desde el que poder llamar por teléfono a compañeros y deshacerme del peso que me sofocaba e incluso conversar con vendedores de máscaras y propietarios de tiendas que pintaban máscaras venecianas de manera artesanal, por el mero hecho de pasar tiempo sin gastar dinero.
Como colofón final me encontré con Jorge Pardo, un artista cubano al que conocí en Burgos el año pasado y me sorprendió reencontrarlo en uno de esos momentos de tiempo para ser perdido. Y minutos más tarde, me despedí de Venecia, con el agua de la laguna empapando el vestíbulo de San Marcos y un barco de cruceros atravesando el final del Gran Canal delante de la Plaza de San Marcos, que por suerte no sufría acqua alta como se ve en las fotos.