19 junio 2015

Confrontación religiosa

Era la primera peregrinación a la que iba y sin comerlo ni beberlo me vi metido en un paseo lento y tortuoso por las calles de Ávila. Ya conocía la ciudad pero decir no a un viaje cultural me cuesta mucho, sin embargo el viaje no era extrictamente cultural.

Para comenzar la jornada, tres horas de autobús de ida, llegada a la ciudad y todo el grupo en masa pasando por el museo provincial (y digo pasando porque lo que es ver, vimos poco); después tiempo perdido vagando por la ciudad sin un rumbo fijo hasta la hora de comer.

Unas dos horas entre comida y sobremesa aderezada con jotas cantadas por una monja, lo cual imagino fue producto a partes iguales del calor del sol que se filtraba por el toldo del patio junto con los efectos del etanol contenido en el vino tinto que cada cual pudo servirse a discreción.

Ya por la tarde comenzábamos la visita de la exposición de arte sacro mientras trataba de evitar cortésmente a la señora que pretendía convertirme en su yerno. Entramos en la iglesia adaptada como espacio expositivo, recorriendo el lugar con una oreja en la audioguía mientras la otra estaba pendiente de la explicación de una de las visitas guiadas y los ojos discurrían perdidos en una pugna constante entre lo que se veía y lo que los oídos querían ver. 

Por una puerta abierta en uno de los muros se accedía a una sala en la que una proyección contaba las bondades de Santa Teresa; me dispuse a entrar por ella en el mismo momento que una figura de formas agradables salía de la penumbra y mis piernas no fueron capaces de apartarse lo suficiente, lo que provocó un choque que nos obligó a abrazarnos para mantener el equilibrio.

Cuando que nos hubimos recuperado del impacto físico seguido de otro impacto psicológico y nos hubimos apartado del umbral para no dificultar más si cabe la visita, pude fijarme en su rostro y en esos dos lagos azules que invitaban a zumbullirse en ellos.


— Lo siento, ¿te has hecho daño? —pregunté al tiempo que me excusaba— no sé qué estaría mirando.
— No te preocupes, ha sido culpa mía, te vi acercarte y no pude evitar quedarme mirándote y cuando quise darme cuenta... ¿Te parece bien si tomamos algo a la salida? —me propuso.
— Me encantaría pero todavía nos quedan las otras dos sedes, además...
— Además, ¿qué? —me interrumpió.
— Además tengo que estar pendiente de mi madre que me invitó a venir y a ti te vigila tu padre. —le contesté en tono cortante.
— ¿Mi padre? —preguntó con cara de sorpresa
— Tu padre del cielo. —respondí con firmeza y confianza señalando su alzacuellos.

Tras la breve conversación me reuní con el resto del grupo y mientras todos terminaban de salir contemplaba con tristeza el grupo de sacerdotes con alzacuellos del que formaba parte el misterioso desconocido de ojos azules.