Madrid, 26 de enero de 1952
Los copos de nieve comenzaron a caer dulcemente en la Plaza de Chamberí mientras en la boca de metro yo esperaba con una mezcla de ansias y miedo la llegada de la persona que había introducido en el bolsillo de mi abrigo un papel doblado en cuatro con unas indicaciones precisas: Estación de Plaza Chamberí 19:30
Sujetaba ese papel raído entre los sucios dedos desnudos, carentes de la protección de unos viejos mitones, escudriñando con la mirada los trazos del escrito cuando frente a mí se detuvo un caballero. Venía vestido de manera elegante, parecía de clase acomodada y a juzgar por las apariencias me llevaba unos quince años de ventaja. Me miró a los ojos y me indicó que lo siguiese.
Al llegar a la Calle Españoleto, dobló la esquina y se dirigió a un local situado en la acera de enfrente; era la Chocolatería la Real, que regentaba una clienta del taller de costura, ni muy adinerada ni carente de recursos. Al verlo entrar en ella dudé si seguirlo y entrar o quedarme fuera y olvidarme de ese asunto. Finalmente me armé de valor y yo misma abrí la puerta del establecimiento, haciendo sonar la campanilla y me senté a la gélida mesa de mármol junto al individuo desconocido.
Nada más colocarme frente a frente con el caballero, pidió otro chocolate con churros, por lo que deduje que ya había pedido otro para sí mismo. Me quedé mirando la decoración del local, un tanto desigual e incluso caótica y cuando me percaté del espejo adherido al muro en el lateral me di cuenta de la extraña pareja que hacíamos, él elegante y con cierta madurez; y yo más joven y desaliñada.
Entonces la camarera llegó con una gran bandeja ovalada, colocó dos tazas de chocolate con nata una junto a la otra, como si quisiesen abrazarse por el asa; y en medio de la mesa, una fuente repleta de churros recién fritos, ardientes y muy azucarados. El caballero tendió un billete de 25 pesetas y añadió un generoso "Quédese con el cambio". La camarera volvió detrás de la barra con una sonrisa.
El caballero en ese momento acercó su silla a la mía, posó su mano pobre mi pierna y desveló su identidad, era el hijo de la Señora Esteban, por tanto era el hijo de mi jefa. Estuvimos charlando una hora de cosas banales mientras templábamos el cuerpo con la calidez de los churros empapados en chocolate , lo cual se agradecía en una tarde tan fría como aquella. Cuando quedaba ya poco chocolate en su taza me pidió que acercase mi cara a la suya para decirme algo al oído. No alcancé a escuchar lo que me dijo, recuerdo que tras esto sólo pude mirarle a los ojos y dejar que sus labios chocasen con los míos, deslizándose como el chocolate fundido sobre una tarta de bizcocho.
Una hora después salimos de la chocolatería. La calle que al entrar estaba mojada ahora estaba blanca, cubierta de una capa de varios centímetros de cristales de nieve. El hijo de mi jefa me fue marcando el camino hasta llegar de nuevo a la Plaza de Chamberí, donde se despidió de nuevo con un beso ardiente antes de deslizarse por las escaleras y desaparecer por la boca de metro para tomar el último tren. Yo me quedé un par de minutos más mirando la nieve caer. Luego me dirigí a casa entre eufórica e incrédula.