Ayer atravesaba los puentes sobre el Sena y hoy me encuentro en la Ciudad Eterna, camino casi rozando las zapatillas sobre las rugosidades del pavimento llevando mi bicicleta junto a mí.
Sé que no puedo montar en ella porque las oleadas de turistas me lo impiden y me detengo frente a la Fontana di Trevi, observo en torno a mí, me apetece un helado, así que dejo la bicicleta de pie en medio de la plaza, me hago con un helado de pistacho y vuelvo a ella para seguir conversando con un grupo de españoles.
Apenas he retirado la vista de la bicicleta dos segundos, los suficientes para que la bici plegable verde que tenía a mis espaldas y hasta hacía un minuto me pertenecía haya cambiado de dueño. Un amigo de lo ajeno vestido de negro se aleja a toda velocidad sin darme opciones para recuperarla.
Era la bicicleta que me había comprado con mi primer sueldo, con su color verde brillante, sus cambios de marchas y sus ruedecitas pequeñas que te hacían pedalear a lo loco, todo ello plegable para que cupiese en la terraza y ocupase lo mínimo.
Unas horas más tarde recibo una llamada, veinte minutos de duración y una mala noticia, me han robado la bicicleta.