Doce de la noche, sentado en el sofá de terciopelo con el móvil en la mano, whatsapp echando chispas y conversaciones interminables que parecen fluir.
Unos ojos que se cierran y se entreabren, incipiente dolor de cabeza y de pronto un bostezo, tomo aire y siento como los brazos se hacen cada vez más pesados y la respiración más pausada y profunda.
Tres días después ahí está frente a mí, con su cabello largo, dorado y con unas ondulaciones perfectas, barba rubia y rostro lleno de efélides.
Un breve paseo por las calles adoquinadas y un vino dulce en esa mañana de niebla, que poco a poco se va disipando, un canapé y un aperitivo cultural.
Luego de disfrutar de las vistas desde una de las torres de acceso a la ciudad medieval, nos acercamos a comer en un lugar relajado bajo un cielo despejado y soleado, una conversación que continúa fluyendo y las manecillas del reloj que a ritmo lento y constante nos van robando momentos que disfrutar.
Es hora de irse, nos damos dos besos y yo reclamo un tercero. Nos damos un tímido beso en el mismo momento que el reloj da tres campanadas.
En la tercera campanada me despierto en el mismo sofá de terciopelo verde en el que me había quedado dormido tres horas antes, teléfono móvil en el suelo sin apenas batería, whatsapp abierto en un mensaje que reza —Disfruta mucho del lugar a donde vueles esta noche.