Era una tarde nublada y fresca de finales de Mayo, sentía que tenía que darle tute a los músculos de mis piernas y decidí dar un largo paseo.
Mis pasos me llevaron hacia Fuente del Prior y desde allí, subiendo hacia el camino que lleva a la Cartuja de Miraflores.
Una vez en la Carretera de Fuentes Blancas me dirigí a un sendero más tranquilo y menos empinado que rodeado de naturaleza sube hasta el monasterio. Por el sendero aproveché para ir fotografiando algunas flores, deleitándome con su belleza y pensar si me encontraría con alguien cuando llegase arriba.
Ya en lo alto, me senté en un banco de granito, aunque luego opté por tumbarme, poner música de reiki y meditar.
El lugar tiene un aura especial, es casi mágico y me fue fácil abstraerme, dejar la mente en blanco y permitirme el lujo de simplemente sentir, fluir y no preocuparme por nada más. En torno a mí, el viento seguía susurrando suavemente, las ardillas trepando por los troncos de los pinos y las hierbas meciéndose al son del aire.
De repente sentí que algo tomaba mi mano, al principio me asusté pensando que sería algún animal que me habría considerado presa fácil, pero al abrir los ojos no podía creer lo que estaba viendo.
Una persona con una túnica de un blanco luminoso y melena dorada que caía por encima de los hombros y se derramaba hasta la mitad de la espalda estaba tirando de mí e internándome en el bosque. Sentí como algunos arbustos me acariciaban el pelo, otros me rozaban la ropa y los menos numerosos pero más traviesos me arañaban la cara. Era tan real que recuerdo incluso el embriagador olor de las flores perfumadas que brotan de los espinos blancos.
En un cierto punto, la extraña figura se detuvo en un claro del bosque, se giró, clavó sus ojos verdes en los míos y me permitió fijarme en su barba, casi tan densa como dorada.
Entonces, cuando estaba a la espera de alguna palabra que revelase su timbre de voz, noté una punzada helada en el entrecejo, luego otra y cada vez más por toda la frente. Finalmente desperté de esa ensoñación bajo la lluvia en el mismo banco de granito en el que me había tumbado hacía un buen rato.