29 noviembre 2012

Criados y señores

En medio del cielo manchego el avión que había despegado del aeropuerto de Madrid-Barajas explotaba en el aire dejando tras de sí un halo de fuego y sufrimiento, familias rotas y una compañía aérea al borde del colapso; entre sus ocupantes Juan Aramendi, empresario extremeño que por hacer negocio se había trasladado a Madrid. Los 253 ocupantes habían muerto calcinados y en medio de la llanura manchega el hedor de la carne humana chamuscada era nauseabundo.



Súbitamente Hilario se despertó de su sueño. Se había quedado dormido justo antes de comenzar la ronda nocturna, en el asiento del conductor del Toyota Landcruiser negro como la inmensidad de la noche, con el motor encendido, el freno de mano accionado y la palanca de cambios en punto muerto. No era muy tarde pero nunca antes se había quedado dormido en el trabajo, era la primera vez que en veinticinco años de trabajo daba una cabezadita de media hora y supuso el tiempo justo para sufrir por la fatídica premonición que acababa de padecer.

Apenas media hora más tarde se presentaba ante el señor Aramendi, su jefe para advertirle del peligro que significaba tomar ese vuelo que en vez de acercarlo a Sevilla lo llevaba directo a una muerte segura.

-Pero ¿De qué pamplinas me estás hablando?- Le espetaba el señor Aramendi a Hilario Rivera.
-Lo he soñado, Usted ya sabe que no creo en estas cosas del destino, pero esta noche al comenzar la ronda nocturna me he quedado dormido en el asiento del coche, acababa de arrancar el motor, he puesto la radio y me que quedado traspuesto con el sonido de las noticias.
-Rivera, esto le costará muy caro, a mi vuelta de Sevilla, Usted y yo tenemos que hablar sobre el hecho de dormir en el puesto de trabajo, ¿acaso cree que le pago por dormir?- añadía indignado el empresario.
-Por favor, no tome ese avión, le conducirá a una muerte segura, ya le he dicho que tampoco creo en las premoniciones y que los programas de la tele me parecen lo menos serio del mundo, pero si he tenido esa visión es por algo- replicaba Hilario a su jefe.

Durante toda la noche Juan Aramendi estuvo dándole vueltas a la cabeza y pensando si aplazar o no el viaje, así como las medidas que emprendería contra su fiel empleado. A las seis de la mañana, dos horas antes de la salida del vuelo, se encontraba todavía desayunando un café bien cargado y un croissant en la mesa de la cocina. Repentinamente se dio cuenta de que debía darse prisa o perdería el vuelo. En ese momento algo pasó por su cabeza y recordó las palabras de Hilario. Se le hizo un nudo en el estómago y apresuradamente se dirigió al baño. A oscuras entró en el cuarto de baño, levantó la tapa del wáter y vomitó como nunca antes había vomitado, sentía que expulsaba las tripas a cada arcada que le venía. Minutos más tarde y tras haberse lavado la cara decidió perder el vuelo y volverse a la cama; más tarde llamaría a su cliente sevillano para avisarle de que no podía llegar esa misma mañana. Se volvió a la cama y se puso a leer su libro de cabecera.

A las ocho de la mañana el reloj despertador volvió a sonar como hacía todos los martes, el señor Aramendi si despertó con el libro entre las manos, lo dejó sobre la mesilla y apartando la colcha hacia un lado salió de la cama por el lado derecho, primero el pie derecho, luego el izquierdo. Hurgó entre sus pantalones y buscó en la memoria del teléfono de última generación el teléfono de su cliente sevillano.

-Con la ge... García, González, Gonzalo, Güemes... Alberto Güemes...- enumeraba Juan al tiempo que deslizaba sus vigorosos dedos por la pantalla- Buenos días señor Güemes, le llamaba para decirle que he perdido el vuelo, así que hasta esta mediodía no podré reunirme con Usted.- se excusaba Aramendi ante su cliente- Perfecto, entonces tomaré el AVE de las diez y cuando haya llegado a Sevilla le llamo, un saludo.

Parecía que su cliente estaba molesto, pero no demasiado. Minutos después de las ocho de la mañana, encendió la radio y cuál fue su sorpresa al saber que el vuelo que debiera haber tomado había explotado en el aire. Inmediatamente llamó a Rivera y le pidió que se personara en su despacho, tomó una buena suma de dinero, la introdujo en un sobre y lo cerró mientras esperaba a que Rivera apareciese por su despacho.

-Tome asiento- le indicaba el señor Aramendi a su empleado- como imagino ya sabrá que el vuelo que debía haber tomado ha sufrido un accidente, 252 muertos, ningún superviviente. Quiero agradecerle que me haya avisado entregándole esto.- decía mientras tendía el brazo hacia Rivera con un sobre blanco en la mano- Por cierto, está usted despedido.

Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia, tanto los personajes como los hechos de esta historia son ficticios.




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