Eran las diez menos cuarto de la mañana cuando llegué al Termibus de Bilbao y allí lo encontré, junto al árbol de navidad que daba la bienvenida a los viajeros. Sonriente, el fundador de Bilbao se enorgullecía de ejercer de guía para mí en mi particular visita de la villa. Sin dudarlo ni un instante me dejé guiar y nos fuimos adentrando en las calles del ensanche burgués.
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No era la primera vez que visitaba la localidad, pero esta vez era diferente, no todos los días se tiene la oportunidad de hacer una visita en solitario o acompañado por uno de sus históricos moradores, así que me olvidé de todo y me puse a caminar. En pocos minutos pude divisar las torrecillas de la Alhóndiga, el nuevo espacio cultural con varias plantas de biblioteca, sala de exposiciones y otros espacios de reunión y difusión cultural.
No dudé ni un segundo en aceptar la invitación de conocer este espacio industrial rehabilitado, aportándole nuevos usos, con sus robustas columnas decoradas de las más diversas maneras, jugando como un niño con formas, motivos y materiales de modo que cada una de ellas sea única y responda a distintos lenguajes artísticos.
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Al salir de un espacio tan cálido y acogedor me permití jugar con las esculturas urbanas de hierro, material tradicionalmente ligado al País Vasco, y los espejos a pie de calle. Seguimos nuestro recorrido por la hermosa Plaza Moyúa, eje desde el que parten las calles del ensanche burgués y que atraviesa la Gran Vía del susodicho Diego López de Haro, mi histórico acompañante en este paseo cultural; me di el lujo de adquirir ropa interior (porque a veces es necesidad darse un capricho mundano y caer en los vigorosos tentáculos del capitalismo) en una conocida franquicia para seguir caminando por el característico adoquinado hasta llegar al Puente del Arenal.
Una vez atravesada la Ría y habiendo pasado junto al Teatro Arriaga fue de rigor seguir a pie por Calle Correo, el lugar idóneo para comprar turrones y desde el que perderse por las Zazpi Kaleak, origen medieval de la Villa de Bilbao y hoy núcleo comercial y de ocio. Salir de las Siete Calles no fue tarea sencilla, pero finalmente volvimos a cruzar la Ría e hicimos una parada técnica en uno de los cafés que se asoman a ella.
El Café Nervión era un local con ese aire antiguo que cualquier café ubicado en una zona céntrica desearía para sí, en una calle tranquila con vistas hacia la Ría y el Casco Viejo, además de un agradable sol de la mañana que anima a dejar el jersey en la silla más cercana y disfrutar del calor y la luz que el astro rey nos brindan. El mobiliario de madera y la música suave invitan al descanso, la reflexión y la conversación.
Tras unos minutos de relax subimos por la calle que lleva a la Estación de Abando-Indalecio Prieto, donde Don Diego López de Haro se despide de mí con un abrazo para volver a su pedestal en la Plaza Circular (antigua Plaza de España) mientras yo me adentro en el subsuelo de Metro Bilbao y despierto lentamente del sueño vivido.
Así fue el día en el que me tomé un café con Don Diego López de Haro.