El carruaje por fin se detuvo y las nubes lo relamieron son sus gotas de lluvia sacándole brillo y eliminando hasta la última mota de polvo. Tras unos minutos de espera apareció por allí el emisario de Don García I de León que me condujo a su suntuoso palacio en el norte de la urbe.
El palacio estaba construido con ladrillos y metales sobre un promontorio, el cual dominaba desde lo alto. Al acceder al interior nos recibieron dos enormes felinos, signo y símbolo de la supremacía de su reino; no eran los únicos signos de ostentación pues también había plantas en el interior, de manera que más que un palacio parecía el jardín del Edén.
Una escalera de mármol daba acceso a un piso superior en el que se encontraban las instalaciones destinadas al baño y los aposentos desde los que en las noches claras era posible contemplar las estrellas; sin embargo en mi visita a la corte de Don García el tiempo no acompañó y la lluvia no nos abandonó hasta el mismo día de mi partida.
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