28 octubre 2018

Diario de Fawziya

Riyad, 3 Rabi' al-Thani 1407, yawm as-sabt

Anoche pude yacer de nuevo junto a mi marido y señor, Yusuf ibn Aylam. Cuando me llamó a su alcoba estaba eufórica, por fin podría poner en práctica los conocimientos que mi madre Anjum me había enseñado y que tantos años puso en práctica con mi padre Malik ben Adel.

Hacía ya siete días que mi señor no me llamaba a su presencia y aunque las dependencias del harén eran tan lujosas como cómodas y disfrutaba de los paseos bajo las palmeras datileras y oliendo los efluvios de las clavelinas, no era ni de lejos tan placentero como yacer con Yusuf.

Aún faltaban diez días para que la luna llena estuviese en plenitud e iluminase la galería de celosías que daban acceso del harén a sus aposentos. Nada más abrir la puerta, sentí como sus ojos de un intenso color avellana me estudiaban minuciosamente. Yo deseaba fervientemente sentir el contacto de su piel con mi piel, escuchar su voz recitando poesías en árabe clásico, cantar canciones en árabe moderno y sentir las vibraciones de las cuerdas del laúd manejadas por sus manos con la misma destreza que sabía acariciar mi piel mientras yo me movía y siseaba al ritmo de la música.


Anoche, sin embargo, lo que mi señor deseaba era gozar de mi cuerpo, palpar mis senos lustrosos como la luna en su decimocuarto día, mis labios como la flor de la granada y mis mejillas como dos rosas. También quería introducir su zib entre mis piernas y saborear los pétalos que allí se encuentran y que él encontraba embriagadores como el aroma del jazmín.

A decir verdad yo también estaba deseosa de que todo esto sucediese, si bien lo que más ansiaba eran sus delicadas caricias, las palabras de su boca que sonaban como un ruiseñor, la lectura de Alf leyla wa leyla, el baile de las ghawazee y el roce de las sedas de Irak y brocados de Damasco contra mi cuerpo.

Hace apenas unas horas que el sol hizo la noche mañana, transformó el al-jum'a en as-sabt y marcó el momento en que ibn Aylam me dejó a solas en el lecho junto a una cajita que reza "habibi ya aini" y una joya en su interior.





24 mayo 2018

El sendero del druida


 Era una tarde nublada y fresca de finales de Mayo, sentía que tenía que darle tute a los músculos de mis piernas y decidí dar un largo paseo. 

Mis pasos me llevaron hacia Fuente del Prior y desde allí, subiendo hacia el camino que lleva a la Cartuja de Miraflores.

Una vez en la Carretera de Fuentes Blancas me dirigí a un sendero más tranquilo y menos empinado que rodeado de naturaleza sube hasta el monasterio. Por el sendero aproveché para ir fotografiando algunas flores, deleitándome con su belleza y pensar si me encontraría con alguien cuando llegase arriba.

Ya en lo alto, me senté en un banco de granito, aunque luego opté por tumbarme, poner música de reiki y meditar.

El lugar tiene un aura especial, es casi mágico y me fue fácil abstraerme, dejar la mente en blanco y permitirme el lujo de simplemente sentir, fluir y no preocuparme por nada más. En torno a mí, el viento seguía susurrando suavemente, las ardillas trepando por los troncos de los pinos y las hierbas meciéndose al son del aire.

De repente sentí que algo tomaba mi mano, al principio me asusté pensando que sería algún animal que me habría considerado presa fácil, pero al abrir los ojos no podía creer lo que estaba viendo. 

Una persona con una túnica de un blanco luminoso y melena dorada que caía por encima de los hombros y se derramaba hasta la mitad de la espalda estaba tirando de mí e internándome en el bosque. Sentí como algunos arbustos me acariciaban el pelo, otros me rozaban la ropa y los menos numerosos pero más traviesos me arañaban la cara. Era tan real que recuerdo incluso el embriagador olor de las flores perfumadas que brotan de los espinos blancos.

En un cierto punto, la extraña figura se detuvo en un claro del bosque, se giró, clavó sus ojos verdes en los míos y me permitió fijarme en su barba, casi tan densa como dorada.

Entonces, cuando estaba a la espera de alguna palabra que revelase su timbre de voz, noté una punzada helada en el entrecejo, luego otra y cada vez más por toda la frente. Finalmente desperté de esa ensoñación bajo la lluvia en el mismo banco de granito en el que me había tumbado hacía un buen rato.


25 enero 2018

Se veía venir

No habían llegado a estar tres años juntos cuando aquella tarde llegó del trabajo, subió las escaleras y con tono seco dijo las palabras malditas  —Te dejo, lo nuestro se acabó— y con la misma celeridad que había subido marchó escaleras abajo como alma que lleva el diablo.

Llevábamos un mes sin mantener relaciones sexuales, o al menos los dos juntos. No quise ver las evidencias, había comprado un nuevo perfume y al hacer la cama un pelo largo y rubio se me había enredado entre los dedos cuando ninguno de los dos teníamos el pelo largo ni rubio.


La ausencia de relaciones sexuales no sé si fue la causa desencadenante de la infidelidad o el resultado de una situación de hastío y apatía. Habíamos caído en la rutina de algún toqueteo mutuo antes de dormir y a veces incluso nos masturbábamos el uno al otro. Nada más, hasta los besos escaseaban.

Quise ponerme escusas, me dije que era una mala temporada, pensé que el cabello rubio se habría pegado al uniforme de su peluquería y me negué mil veces a pensar que el nuevo perfume fuese un signo claro de infidelidad.

Ya ha pasado el tiempo, su ropa ha desaparecido de mi armario, sus perfumes del mueble del baño e incluso lo he visto tomando café con su nuevo novio en una terraza de una cafetería. El nuevo novio parece ser un viejo conocido, tiene el cabello largo, rubio y ondulado. Se veía venir.