No habían llegado a estar tres años juntos cuando aquella tarde llegó del trabajo, subió las escaleras y con tono seco dijo las palabras malditas —Te dejo, lo nuestro se acabó— y con la misma celeridad que había subido marchó escaleras abajo como alma que lleva el diablo.
Llevábamos un mes sin mantener relaciones sexuales, o al menos los dos juntos. No quise ver las evidencias, había comprado un nuevo perfume y al hacer la cama un pelo largo y rubio se me había enredado entre los dedos cuando ninguno de los dos teníamos el pelo largo ni rubio.
La ausencia de relaciones sexuales no sé si fue la causa desencadenante de la infidelidad o el resultado de una situación de hastío y apatía. Habíamos caído en la rutina de algún toqueteo mutuo antes de dormir y a veces incluso nos masturbábamos el uno al otro. Nada más, hasta los besos escaseaban.
Quise ponerme escusas, me dije que era una mala temporada, pensé que el cabello rubio se habría pegado al uniforme de su peluquería y me negué mil veces a pensar que el nuevo perfume fuese un signo claro de infidelidad.
Ya ha pasado el tiempo, su ropa ha desaparecido de mi armario, sus perfumes del mueble del baño e incluso lo he visto tomando café con su nuevo novio en una terraza de una cafetería. El nuevo novio parece ser un viejo conocido, tiene el cabello largo, rubio y ondulado. Se veía venir.
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