El día había amanecido soleado a pesar de la previsión de lluvia para toda la semana en la región, me levanté según lo previsto, colmé mi estómago con los alimentos presentes en las mesas del alojamiento y después de haber revisado dos veces si me olvidaba algo me dirigí hacia el lugar en el que estaba citado.
Cinco horas después de haber llegado, su figura apareció ante mis ojos, las piernas me temblaban, el tono de mi voz era titubeante y mis ojos eran incapaces de mirar directamente a los suyos, pero de todos modos decidimos compartir comida en una cervecería (un tanto cutre, por cierto). Cuando hubimos terminado de comer era hora de salir corriendo pues de lo contrario llegaría tarde a mi siguiente cita. Nos prometimos que nos veríamos.
El tiempo pasó y salí de aquella sala, testigo de una actuación bochornosa, un guión improvisado y mal interpretado a pesar de que ya estaba todo el pescado vendido y sin embargo al cruzar el umbral y abandonar la estancia, me volvía a reencontrar con la misma persona con la que había compartido la hora de la comida. Nos volvimos a saludar y bajamos hacia la zona del antiguo puerto para tomar algo.
Al llegar al bar del puerto un sillón naranja esperaba vacío que nos acomodáramos en él, proporcionando cierto recogimiento e intimidad. Era el momento, me pedí una bebida piuttosto alcohólica para bloquear mi sentido de la vergüenza y dar el paso que me hubiese llevado al ridículo más absoluto, a darme el batacazo definitivo, pero parece ser que ni siquiera el alcohol pudo contra el sentido común. Sea como fuere, sentía una especie de presión o punzada en el estómago que no supe ni siquiera cómo interpretar.
Tras una hora hablando de otros chicos que no eran yo y asumiendo que no tenía nada que hacer nos fuimos del local, tomamos mi equipaje y nos dirigimos a la estación, lugar donde nos despedimos. La historia terminaba en el mismo punto en el que había comenzado cinco meses antes.
En el trayecto de vuelta a casa las presiones en el estómago eran cada vez más fuertes y la manera de mitigarlas era liberar lágrimas que me reconfortaron durante una parte del viaje. Sentí que yo mismo era una casa en ruinas a la que sólo le queda la fachada; en algún lugar un corazón de cristal había rodado desde la mesilla de noche hasta caer por las escaleras y romperse en mil pedazos.